jueves, 25 de enero de 2018

LA NIETA DE JUAN REINOSA


Pilar Alberdi

Dicen que Juan Reinosa llegó a Guinea mareado por un barco y abrazado a una botella, y que partió de allí anclado a un recuerdo. No sé, no sé...
«Juan Reinosa volverá algún día...», gustaba decir la abuela Marta, mirando a sus setenta años las puntillas blancas del mar.
«Somos como el café ―apuntaba ella―, y el buen café nunca se olvida».
Como el café y el rojo amarronado de la tierra, como nuestros ojos repletitos del verde de las palmeras, los platanales, los cerrados bosques.
La abuela Marta murió creyendo en la palabra dada por Juan Reinosa. «Volverá», decía todavía a los ochenta y cuatro años, y a los noventa y tres lo seguía diciendo. «Cualquier día de estos aparecerá por el camino de los cafetales con su cabello negro y sus ojos verdes, con el birrete de la legión, y la borla roja a punto de suicidarse sobre la frente».
―¿Y es joven el abuelo? ―le preguntábamos―. A lo que ella contestaba: «Mucho».
Porque el abuelo se quedó joven y tieso de tanto perdurar en una única imagen. «Tengo una foto… ¡Hija! ―gritaba a nuestra madre―. ¿Dónde está la foto del abuelo Juan Reinosa?
―¡Dónde va a estar! ―contestaba nuestra madre, siempre malhumorada con aquel hombre que las había abandonado―, se la comió la humedad de la última lluvia.
―¿Que se la comió quién? ―gritaba la abuela.
Mi madre replicaba:
―¡La humedad...!
―¿Cómo se la va a comer la humedad? ―contestaba la abuela.
―Mancha a mancha, madre, mancha a mancha... ―contestaba su hija. Y decía aquello como si hablara de un mal bicho―: La humedad, esa humedad... ―Siempre dispuesta a abrir sus fauces gigantes, como si de un cocodrilo o un león se tratase.
Por aquellos tiempos, vivíamos en un poblado de casas bajas. La nuestra como las de los demás vecinos, era una casita pobre de tablas de madera pintadas de verde. Allí habitaba junto a todos nosotros el recuerdo de Juan Reinosa, quien después de marcharse a la Península escribió, en total, tres cartas, prometiendo que volvería.
La abuela para consolarse decía: «Se habrá muerto de un golpe». «O de dos…», murmurábamos nosotros, porque cuando yo era niña, no me daba cuenta de cuán grande había sido el amor de la abuela por aquel hombre.
A veces, fumando en su pipa de madera dura, sentada en una vieja silla (que estaba más coja que ella) y mirando las rocas que se adentraban en el mar, repetía en voz baja como para que nadie más que ella lo oyese: «Juan Reinosa: no puedo creer que te hayas casado con otra; aquí te espero». Y era... hasta lógico, ¿no?, cómo no iba a esperarlo, «porque el que se queda ―opinaba ella― se queda con la mejor parte». O sea... pensaba yo, con la selva y los vestidos de segunda mano de las hermanitas de la Caridad y la crecida oscura y devorante del río bajo la mirada indiferente de un día nuevo y azul.
«Guinea es esto», afirmaba la abuela mirando y abra¬zando el horizonte; y aunque no sabíamos bien a qué se refería seguro que me incluía a mí que en ese momento la estaba mirando con una gran sonrisa blanca bajo mi negro cabello encrespado peinado con lacitos de colores.
Otros días me decía: «Tienes... la sonrisa de tu abuelo, Juan Reinosa». Pero no sólo tenía la sonrisa, esto lo supe luego, mientras los quince, los dieciséis, los diecisiete años me acercaban a la juventud, porque comencé a tener su ímpetu, su deseo de ver tierras nuevas, su coraje o... su incons¬ciencia.
La abuela me vio mar¬char... y es seguro que por segunda vez pensó: Ahí va Juan Reinosa, pero no lo dijo. Al menos, no a mí; de esto, hace ya varios años.
Pienso en todo ello, mientras miro pasar los coches y la gente por la Avenida que da a la Alameda y al Paseo de los Curas, en esta ciudad, tan parecida a otras ciudades.
Alegre e inquieta a la vez, estoy esperando la llegada de un camión-grúa, y mientras lo hago, clavo la vista en las tiendas que hay enfrente: una óptica, una tintorería, una casa de revelado de fotos, una sucursal bancaria.
Delante mío, acaba de frenar un camión. Los demás coches pasan lentamente junto a él, y siguen adelante cuando el semáforo les da luz verde. Mientras el motor de la grúa se pone en marcha y el brazo comienza a moverse, espero en la acera donde una media docena de alegres y espontáneos niños observan todas y cada una de las maniobras. Al poco rato, casi ha sido cuestión de un instante, el camión se marcha. Ha dejado en la acera una especie de casita de juguete con techo rojo. Los niños, asombrados, intentan demostrar a sus madres lo que han aprendido en el colegio, leyendo en voz alta:
―He... la... dos... Fri...
―¡Go! ―digo yo, y les sonrió con mi gran sonrisa blanca pensando en mis futuros pequeños clientes, ahora que van a acabar las clases y el calor aplasta el aire caliente contra el asfalto.
Desde dentro del quiosco de helados, miro hacia las tiendas porque esta visión, la de las tiendas de enfrente, las de las nuevas franquicias del siglo XXI, será a partir de hoy, mi Golfo de Guinea de todos los días.
Al observar a estos niños y adolescentes, al oírlos... recuerdo con nostalgia y placer aquellos días de mi juventud, cuando tenía todo el futuro delante de mí y salí de Guinea y me vine a España, mientras mi abuela decía: «Ahí va, Juan Reinosa». Casi puedo oírla. Pero yo volveré. Volveré. Lo prometo.



Nota: Este cuento con el título «Cuando yo era joven...» fue «Premio Relatos 2000. Feria del Libro de Madrid». Se publicó en la editorial Debolsillo (Colección de Relatos dirigida por Ana María Moix) del Grupo Editorial Plaza & Janés, Barcelona, 2001.